20 de enero de 2012

Capítulo 4: Mimos, caricias y gajes del oficio.

Ella estaba muy linda. Un vestidito bien colorido que dejaba su espalda y sus hombros al aire. 9.45 de la mañana y el sol pegaba de lleno sobre el pavimento. Nos saludamos y emprendimos viaje a comprar nuestro desayuno. Debajo de un árbol muy acogedor en la plaza, nos sentamos. Tres bananas, dos duraznos, dos mandarinas y una botella de agua fue nuestro desayuno ese día.

Nos dedicamos a compartir. Más tarde entenderíamos que eso era justamente lo que cada uno necesitaba para su vida: compartir. Eso hicimos mientras nos contábamos nuestros últimos meses. Nuestras alegrías y depresiones. Lo bueno y lo malo que convergía siempre en una conclusión en común: todo es lo mismo.

Nada nos sorprendía, nada nos maravillaba o enamoraba. Ese había sido el puntapié inicial de toda esta cuestión en primera instancia, después de todo.

Ella hablaba más que yo, como si de alguna manera u otra, quisiese llenar el espacio verde y el aire fresco debajo del árbol. El sol me pegaba de costado pero lo suficiente para hacer mis párpados pesados.
Me recosté sobre su regazo escuchando sus anécdotas. Cuando ella callaba, yo mantenía mi silencio. A veces ella comenzaba una anécdota nueva. Yo callaba y me dedicaba a escuchar. Yo quería estar en silencio con ella y así fue.

Dos jóvenes tirados bajo un árbol una mañana de miércoles mientras la ciudad ardía. Eso es lo que yo quería; y ella también: compartir nuestra nada misma.

Le llevé un chocolatín como regalo, no podía ser menos. Lo comimos en silencio en forma de postre.

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